La causa está vista para sentencia y el debate cerrado, ha dicho el señor Proudhon, convirtiéndose, de parte, en juez. Se condena al señor Bastiat… a muerte. Le condeno en su inteligencia; le condeno en su atención, en sus comparaciones, en su memoria y en su entendimiento; le condeno en su razón; le condeno en su lógica; le condeno por inducción, por silogismo, por contradicción, por identidad y por antinomia.
Señor Proudhon, ¡debía de estar usted muy encolerizado para arrojar sobre mí tan cruel anatema!
Me recuerda a la fórmula de la excomunión:
Maledictus sit vivendo, moriendo, manducando, bibendo.
Maledictus sit intus et exterius.
Maledictus sit in capillis et in cerebro.
Maledictus sit in vertice, in oculis, in auriculis, in brachiis, etc., etc.; maledictus sit in pectore et in corde, in renibus, in genubus, in cruribus, in pedibus, et in unguibus.[1]
¡Ay! Todas las Iglesias se parecen; cuando no llevan razón, se enojan.
Sin embargo, recuso la detención y protesto contra la clausura del debate.
Recuso la detención, porque no corresponde a mi adversario pronunciarla. No reconozco como juez sino al público.
Protesto contra la clausura del debate porque, siendo yo el demandado, debo tener la última palabra. El señor Chevé me escribió, yo respondí; el señor Proudhon me escribió, yo respondí; me escribió otra vez, respondí de nuevo; quiso dirigirme una cuarta, una quinta, una sexta carta. Cumplióme escribir otras tantas respuestas; y puede muy bien decirse, a menos que la justicia y la urbanidad sean también antinomias, que estoy en mi derecho.
En lo que sigue, me limitaré a resumirme. Además de que no puedo seguir discutiendo con el señor Proudhon, a su pesar, y aún menos cuando las personalidades comienzan a reemplazar a los argumentos, estaría yo hoy en una situación en exceso desfavorable.
El señor Proudhon está perseguido; por tanto todas las prevenciones, todas las simpatías públicas pasarían a estar de su parte. Había él abanderado la causa del crédito gratuito; he aquí que el poder la alza poniéndola en el pedestal de la persecución. No tenía yo sino un adversario, ahora tendría tres: el señor Proudhon, la policía y la popularidad.
El señor Proudhon me reprocha dos cosas: primero, atenerme siempre a defender mi afirmación, la legitimidad del interés; después, no discutir su sistema, la gratuidad del crédito.
Sí; en cada una de mis cartas me he dedicado a introducir, desde puntos de vista diversos, la naturaleza íntima del capital para deducir de ella la legitimidad del interés. Para todo espíritu lógico, esta manera de proceder era decisiva, pues es bien claro que la quimera del crédito gratuito se evapora en cuanto se ha demostrado que el interés es legítimo, útil, indestructible, de la misma esencia que toda otra remuneración, ganancia o salario; la justa recompensa de un sacrificio de tiempo y de trabajo, voluntariamente concedida a quien hace el sacrificio por quien se beneficia de él; en otros términos, que el préstamo es una de las variedades de la venta. Por otra parte, ¿no debía yo esforzarme en dar a esta polémica un alcance útil? Y cuando las clases laboriosas extraviadas atribuyen sus sufrimientos al Capital; cuando los aduladores del pueblo, abundando fácilmente en el sentido de sus prejuicios, no cesan de irritar contra el infamecapital, el infernal capital, ¿qué podía hacer yo mejor que exponer a los ojos de todos el origen y los efectos de esta entidad tan mal comprendida, puesto que además alcanzaba a la vez el preciso objeto de nuestra polémica?
Al proceder así he dado alguna muestra de patriotismo y de abnegación. Si no hubiese yo escuchado sino al amor propio del escritor, me habría limitado a discutir y refutar las argucias del señor Proudhon. Criticar es un papel fácil y brillante; exponer una doctrina sin estar obligado es abandonar este hermoso papel para cederlo al adversario. Lo hice, sin embargo, porque me preocupaba más de la polémica que del polemista, y de los lectores que de mí mismo.[2]
¿Es decir que he desatendido los argumentos del señor Proudhon? Mostraré que he respondido a todos, y de manera tan categórica que, sucesivamente, todos los ha abandonado. No quiero sino esta prueba: el señor Proudhon ha acabado por donde se acaba cuando no se lleva razón; se ha enojado.
Reemprendo, pues, la marcha, y, tras haber llamado de nuevo la atención del lector sobre la naturaleza del capital, pasaré revista a los argumentos del señor Proudhon.
Permítaseme retroceder un poco, solamente… hasta el Diluvio.
Retiradas ya las aguas, Deucalión arrojó tras de sí piedras, y de ellas nacieron hombres.
Y estos hombres eran muy dignos de lástima, pues no tenían capital. Estaban desprovistos de armas, de redes, de instrumentos, y no podían fabricarlos, pues para ello habría sido menester que tuviesen algunas provisiones. Ahora bien, apenas conseguían capturar cada día caza bastante para satisfacer el hambre de cada día. Se sentían atrapados en un círculo difícil de franquear, y comprendían que no les habría sacado de él ni todo el oro de California, ni tantos billetes como el Banco del pueblo podría imprimir en un año, y se decían entre sí: el capital no es lo que se dice.
Sin embargo, uno de estos desdichados, llamado Helén, más enérgico que los otros, se dijo: me levantaré más de mañana, me acostaré más tarde; no retrocederé ante ninguna fatiga; soportaré el hambre y haré tanto que tendré un anticipo de tres días de víveres. Estos tres días los consagraré a fabricar un arco y flechas.
Y lo consiguió. A fuerza de trabajar y de ahorrar, tuvo una provisión de caza. Este es el primer capital que apareció en el mundo después del Diluvio. Este es el punto de partida de todos los progresos.
Y se presentaron varios para pedirlo prestado. “Préstanos estas provisiones”, le decían a Helén, “te las devolveremos puntualmente en un año”. Pero Helén respondió: “Si os prestase mis provisiones, pediría compartir las ventajas que obtuvierais de ellas; pero tengo un designio, me he esforzado mucho para poder cumplirlo, y lo cumpliré.”
Y en efecto, vivió tres días de su trabajo acumulado y, en estos tres días, hizo un arco y flechas.
Volvió a presentarse uno de sus compañeros, y le dijo: “Préstame tus armas, te las devolveré dentro de un año”. A lo que Helén respondió: “Mi capital es precioso. Somos mil; sólo uno puede usarlo, y es natural que sea yo, puesto que yo lo he creado.”
Pero, gracias a su arco y a sus flechas, Helén pudo, mucho más fácilmente que la primera vez, acumular otras provisiones y fabricar otras armas.
Por eso prestaba unas u otras a sus compañeros, estipulando cada vez para sí una parte del excedente de caza que les ponía en condiciones de capturar.
Y, a pesar de este reparto, los prestatarios veían facilitado su trabajo. Acumulaban también ellos provisiones, también ellos fabricaban flechas, redes y otros instrumentos, de suerte que el capital, haciéndose cada vez más abundante, se prestaba en condiciones cada vez menos onerosas. Se había impreso el primer movimiento a la rueda del progreso, y giraba con rapidez siempre creciente.
Sin embargo, y a pesar de que sin cesar aumentaba la facilidad de tomar en préstamo, los morosos se dieron a murmurar, diciendo: “¿Por qué los que tienen provisiones, flechas, redes, hachas, sierras, estipulan para sí una parte cuando nos prestan esas cosas? ¿No tenemos también derecho a vivir, y a vivir bien? ¿No debe darnos la sociedad todo lo que es necesario para el desarrollo de nuestras facultades físicas, intelectuales y morales? Evidentemente, seríamos más felices si tomásemos prestado por nada. Por tanto es el infame capital lo que causa nuestra miseria.”
Y habiéndolos reunido Helén, les dijo: “Examinad atentamente mi conducta y la de todos los que, como yo, han logrado crearse recursos; quedaréis convencidos de que no sólo no os hace ningún mal, sino que os es útil, aun cuando fuésemos de tan mal corazón como para no quererlo. Cuando nosotros cazamos o pescamos, atacamos a una clase de animales que vosotros no podéis alcanzar, de tal suerte que os hemos librado de nuestra rivalidad. Es verdad que, cuando venís a pedirnos prestados nuestros instrumentos, nos reservamos una parte en el producto de vuestro trabajo. Pero en primer lugar esto es justo, pues nuestro trabajo ha de tener también su recompensa. En segundo lugar es necesario, pues, si decidís que en adelante se os prestarán por nada las armas y las redes, ¿quién hará armas y redes? Por último, y aquí está lo que os interesa sobre todo, a pesar de la remuneración convenida el préstamo, cuando lo tomáis, os es siempre provechoso, sin lo cual no lo tomaríais. Puede mejorar vuestra condición, no puede jamás empeorarla; pues considerad que la parte que cedéis no es sino una porción del excedente que obtenéis de nuestro capital. Así, una vez pagada esta parte, os queda más, gracias al préstamo, que si no lo hubieseis tomado, y este excedente os facilita los medios de hacer vosotros mismos provisiones e instrumentos, es decir, capital. De donde se sigue que las condiciones del préstamo se hacen cada día más ventajosas para los prestatarios, y que vuestros hijos estarán, a este respecto, mejor servidos que vosotros.”
Aquellos hombres primitivos reflexionaron sobre este discurso, y lo hallaron sensato.
Desde entonces las relaciones sociales se han complicado mucho. El capital ha tomado mil formas diversas: las transacciones se han facilitado por la introducción de la moneda, de las promesas escritas, etc., etc.; pero a través de todas estas complicaciones dos hechos permanecen y permanecerán eternamente verdaderos, a saber:
1. Cada vez que un trabajo anterior y un trabajo actual se asocian en la obra de la producción, el producto se reparte entre ellos según ciertas proporciones.
2. Cuanto más abundante es el capital, más se reduce su parte proporcional en el producto. Y como los capitales, al aumentar, aumentan la facilidad de crear otros, se sigue que la condición del prestatario mejora sin cesar.
Oigo que me dicen: ¿Qué hemos de hacer con sus demostraciones? ¿Quién le discute la utilidad del capital?
Así pues, aquello sobre lo que llamo la atención del lector no es la utilidad absoluta e indiscutida del capital, ni tampoco su utilidad relativa a aquel que lo posee, sino más bien su utilidad para quienes no lo poseen. Allí es donde está la ciencia económica, allí es donde se muestra la harmonía de los intereses.
Si la ciencia es impasible, el sabio lleva en su pecho un corazón de hombre; todas sus simpatías son para los desheredados de la fortuna, para aquellos de sus hermanos que sucumben bajo el triple yugo de las necesidades físicas, intelectuales y morales insatisfechas. La ciencia de las riquezas no ofrece interés para el punto de vista de quienes rebosan de riquezas. Lo que deseamos es la aproximación constante de todos los hombres hacia un nivel que se eleve constantemente. La cuestión es saber si esta evolución humanitaria se consigue mediante la libertad o mediante la compulsión. Así pues, si no percibiera yo distintamente cómo el capital beneficia aun a quienes no lo poseen, cómo, bajo un régimen libre, se acrecienta, se universaliza y se nivela sin cesar; si tuviese yo la desgracia de no ver en el capital sino la ventaja de los capitalistas, y así de no entender sino una parte y, ciertamente, la parte más estrecha y menos consoladora de la ciencia económica, me haría socialista; pues, de un modo u otro, es necesario que la desigualdad se desvanezca progresivamente y, si la libertad no incluyese esta solución, como los socialistas la pediría yo a la ley, al Estado, a la compulsión, al arte, a la utopía. Pero es mi dicha reconocer que las disposiciones artificiales son superfluas allí donde basta la libertad, que el pensamiento de Dios es superior al del legislador, que la verdadera ciencia consiste en comprender la obra divina, no en imaginar otra en su lugar; pues es Dios quien ha creado las maravillas del mundo social como las del mundo material, y sin duda no sonrió menos a una de estas obras que a la otra: Y vio Dios que era bueno. No se trata pues de cambiar las leyes naturales, sino de conocerlas para conformarnos a ellas.
El capital es como la luz.
En un hospicio había ciegos y videntes. Estos eran sin duda más desdichados, pero su desdicha no procedía de que los otros tuviesen la facultad de ver. Muy al contrario, en los asuntos cotidianos los que veían prestaban a los que no servicios que estos jamás habrían podido prestarse a sí mismos, y que la costumbre les impedía apreciar lo suficiente.
Por tanto el odio, la envidia, el desafío estallaron entre las dos clases. Los videntes decían: Guardémonos de desgarrar el velo que cubre los ojos de nuestros hermanos. Si se les diera la vista, se ocuparían en los mismos trabajos que nosotros; nos harían competencia, pagarían menos caros nuestros servicios, y ¿qué sería de nosotros?
Por su parte los ciegos exclamaban: El mayor de los bienes es la igualdad; y, si no podemos ver como nuestros hermanos, preciso es que, como nosotros, pierdan ellos la vista.
Pero un hombre, que había estudiado la naturaleza y los efectos de las transacciones que tenían lugar en este hospicio, les dijo:
La pasión os extravía. Vosotros, los que veis, padecéis por la ceguera de vuestros hermanos, y la comunidad alcanzaría una suma de gozos materiales y morales muy superior, adquirida a un precio mucho menos caro, si el don de ver hubiese sido hecho a todos. Vosotros, los que no veis, agradeced al Cielo que otros sí ven. Ellos pueden ejecutar, y ayudaros a ejecutar, una multitud de cosas de las que os beneficiáis y de las que quedaríais eternamente privados.
La comparación, sin embargo, peca por un punto esencial. La solidaridad entre los ciegos y los videntes está lejos de ser tan íntima como la que une a los proletarios con los capitalistas; pues, si los que ven prestan servicios a los que no ven, estos servicios no alcanzan a darles la vista, y la igualdad es por siempre imposible. Pero los capitales de quienes los poseen, además de ser actualmente útiles a quienes no los poseen, facilitan a estos últimos los medios de adquirirlos.
Sería pues más justo comparar el capital al lenguaje. ¡Qué locura sería para los infantes[3] envidiar a los adultos la facultad de hablar y ver allí un principio de desigualdad irremediable, pues precisamente porque los adultos hablan hoy los niños hablarán mañana!
Suprimid la palabra entre los adultos, y tendréis la igualdad en el embrutecimiento. Dejad libre a la palabra, y abrís la puerta a la igualdad en el progreso intelectual.
Del mismo modo, suprimid el capital (y sería ciertamente suprimirlo el suprimir su recompensa) y tendréis la igualdad en la miseria. Dejad libre al capital, y tendréis la mayor suma posible de oportunidades de igualdad en el bienestar.
Esta es la idea que me he esforzado en hacer salir de esta polémica. El señor Proudhon me lo reprocha. Si lamento algo es no haber dado a esta idea bastante espacio. Me lo ha impedido la necesidad de responder a los argumentos de mi adversario, que me reprocha ahora no haberles respondido nada. Es lo que nos queda por ver.
La primera objeción que se me hizo (es del señor Chevé) consiste en decir que confundo la propiedad con el uso. Quien presta, decía él, no cede sino el uso de una propiedad y no puede recibir, a cambio, una propiedad definitiva.
Respondí que el intercambio es legítimo cuando se hace libre y voluntariamente entre dos valores iguales, esté o no uno de estos valores ligado a un objeto material. Ahora bien, el uso de una propiedad útil tiene un valor. Si yo presto, por un año, el campo que yo he cercado, roturado, drenado, tengo derecho a una remuneración susceptible de ser valorada. Suponiendo que sea valorada, si después me es pagada en objetos materiales, como trigo o monedas, ¿qué tiene usted que decir? ¿Quiere usted, pues, prohibir las tres cuartas partes de las transacciones que los hombres llevan a cabo voluntariamente entre sí y probablemente porque les convienen? Nos habla usted siempre de liberarnos, y jamás nos presenta sino nuevas trabas.
Interviniendo aquí el señor Proudhon, abandonó la teoría del señor Chevé y me opuso la antinomia. El interés es a la vez legítimo e ilegítimo, dijo. Implica una contradicción, como la propiedad, como la libertad, como todo; pues la contradicción es la esencia misma de los fenómenos. Respondí que, según este principio, ni él, ni yo, ni nadie podía jamás errar ni llevar razón en este asunto; que adoptar este punto de partida era prohibirse llegar jamás a solución ninguna, pues era proclamar por anticipado que toda proposición es a la vez verdadera y falsa. Una tal teoría no sólo desacredita todo razonamiento, sino que recusa aun la facultad de razonar. ¿Cuál es, en una discusión, el signo por el que puede reconocerse que uno de los adversarios yerra? Es el verse forzado a confesar que sus propios argumentos se contradicen. Ahora bien, es precisamente cuando el señor Proudhon se ve reducido a esto cuando triunfa. Me contradigo, luego estoy en lo cierto, pues la contradicción es la esencia de los fenómenos. A la verdad, bien podía yo rehusar el combate si el Sr. Proudhon hubiese insistido en imponerme por arma una tal lógica.
Fui más lejos, sin embargo, y me molesté en investigar cómo había sucumbido el señor Proudhon a la teoría de las contradicciones. Lo atribuyo a que saltó de la perfectibilidad a la perfección absoluta. Ahora bien, es muy cierto que la perfección absoluta es para nosotros contradictoria e incomprensible; y por esto creemos en Dios, pero no podemos explicarlo. No podemos concebir nada sin límites, y todo límite es una imperfección. Sí, el interés atestigua una imperfección social. Ocurre lo mismo con el trabajo. Nuestros miembros, nuestros órganos, nuestros ojos, nuestros oídos, nuestro cerebro, nuestros nervios atestiguan igualmente una imperfección humana. El ser perfecto no está aprisionado en tales aparejos.
Pero no hay razonamiento más especioso que el que consistiría en decir: Como el interés atestigua una imperfección social, para realizar la perfección social suprimamos el interés. Es justamente suprimir el remedio del mal. Tanto valdría decir: como nuestros nervios, nuestros órganos, nuestro cerebro atestiguan un límite, y por tanto una imperfección humana, suprimamos todas estas cosas, y el hombre será perfecto.
Esto es lo que respondí, y el Sr. Proudhon, que yo sepa, no ha replicado.
No ha replicado, pero invocó la teoría de las compensaciones.
No pedimos, dijo, que se preste por nada, sino que no haya ya ocasión de prestar. Aspiramos no precisamente a la abolición, sino a la compensación de los intereses. Queremos llegar a que, en todo intercambio, la aportación de trabajo y de capital por todas las partes sea la misma.
Quimera y despotismo, le respondí. Jamás hará usted que un factor del señor Bidault aporte en sus servicios trabajo acumulado y trabajo actual en las mismas proporciones que el fabricante de medias. Mientras los valores intercambiados sean iguales, ¿qué importa el resto? ¿Quiere usted la compensación? Pero si la tiene usted bajo el régimen de libre intercambio. Valorar es comparar trabajo actual con trabajo actual, trabajo anterior con trabajo anterior, o bien, por último, trabajo actual con trabajo anterior. ¿Con qué derecho quiere usted suprimir esta última especie de valoración, y en qué serán los hombres más felices cuando sean menos libres?
Esto es lo que respondí, y el señor Proudhon, que yo sepa, nada ha replicado.
Nada ha replicado, pero, tirando a fondo contra el capitalista, le asestó esta terrible y bien conocida estocada: El capitalista no tiene derecho a una remuneración, porque no se priva. No se priva de la cosa que cede, puesto que no podría usarla personalmente.
Respondí que era este un miserable equívoco, que incrimina a la venta tanto como al préstamo. Si el hombre no fuera un ser sociable, estaría obligado a producir directamente todos los objetos necesarios para la satisfacción de sus necesidades. Pero es sociable: intercambia. De ahí la división del trabajo y la separación de las ocupaciones. Por esto cada cual no hace sino una cosa, y hace de ella más que lo que puede consumir personalmente. Este excedente lo trueca por otras cosas que no hace, y que le son indispensables. Trabaja para otros y otros trabajan para él. Sin duda, quien ha hecho dos casas y no habita sino una no se priva personalmente si alquila la otra. No se privaría más si la vendiese; y si, por este motivo, el precio del alquiler es un robo, lo es igualmente el precio de la venta. El sombrerero, que tiene cien sombreros en su tienda, cuando vende uno no se priva personalmente, en el sentido de que no se ve reducido a ir con la cabeza descubierta. El editor de los libros del señor Proudhon, de los que tiene mil ejemplares en sus almacenes, no se priva personalmente a medida que los vende, pues un solo ejemplar bastaría para su instrucción; el abogado y el médico que dan consejos no se privan. Así, su objeción ataca no sólo al interés, sino al principio mismo de las transacciones y de la sociedad. Es ciertamente cosa deplorable verse reducido, en pleno siglo XIX, a refutar seriamente tales equívocos, tales puerilidades. Esto es lo que respondí, y el señor Proudhon, que yo sepa, nada ha replicado.
Nada ha replicado; pero se dio a invocar lo que podría llamarse la doctrina de las metamorfosis:
El interés fue legítimo otrora, en el tiempo en que la violencia mancillaba todas las transacciones. Es ilegítimo hoy bajo el régimen del derecho. ¿Cuántas instituciones no hay que han sido buenas, justas, útiles a la humanidad, y serían hoy abusivas? Tales son la esclavitud, la tortura, la poligamia, el combate judicial, etc. El progreso, la gran ley de la humanidad, no es otra cosa que esta transformación del bien en mal y del mal en bien.
Respondí que había aquí un fatalismo tan pernicioso en moral como la antinomia es funesta en lógica. ¡Qué! ¡Según el capricho de las circunstancias, lo que era respetable viene a ser odioso, y lo que era inicuo da en ser justo! Rechazo con todas mis fuerzas esta indiferencia al bien y al mal. Los actos son buenos o malos, morales o inmorales, legítimos o ilegítimos por sí mismos, por los móviles que los determinan, por las consecuencias que entrañan, y no por consideraciones de tiempo y de lugar. Jamás convendré en que la esclavitud haya sido otrora legítima y buena; que haya sido útil que unos hombres reduzcan a otros a servidumbre. Jamás convendré en que someter a un acusado a indecibles tormentos haya sido un medio legítimo y bueno de hacerle decir la verdad. Que la humanidad no haya podido escapar a esos horrores, sea. Siendo su esencia la perfectibilidad, debe hallarse el mal en sus comienzos; pero no es por ello menos mal, y en lugar de secundar a la civilización la retarda.
La remuneración voluntariamente atribuida al trabajo anterior, la recompensa libremente acordada a un sacrificio de tiempo, en una palabra, el interés, ¿es una atrocidad como la esclavitud, un absurdo como la tortura? No basta afirmarlo, es menester probarlo. De que hubiese en la antigüedad abusos que han cesado, no se sigue que todos los usos de aquellas épocas fueran abusos y deban cesar.
Esto es lo que respondí al señor Proudhon, que no insistió.
No insistió; pero hizo una nueva y no menos extraña escapada a la historia.
El interés, dijo, nació del contrato de pacotilla. Cuando, para una expedición marítima, un hombre aportaba Buque y Mercancías y otro Talento y Trabajo, el beneficio se repartía entre ellos en proporciones convenidas.
Nada más natural ni más justo, respondí, que un tal reparto. Sólo que no está exclusivamente ligado a las operaciones que se hacen por mar. Abarca la totalidad de las transacciones humanas. Hace usted aquí una excepción de lo que es la regla universal; y así mina usted el interés, porque la excepción es siempre sospechosa de ser ilegítima, mientras que nada prueba mejor la legitimidad de una regla que su universalidad. El día en que un salvaje prestó sus armas a condición de tener una parte en la caza, el día en que un pastor prestó su rebaño a condición de tener una parte en la cría, aquel día (y se remonta sin duda al origen de las sociedades) nació el principio del interés; pues el interés no es sino este arreglo entre el trabajo anterior y el trabajo actual, ya se trate de explotar la tierra, el mar o el aire. Después, y cuando la experiencia permitió este progreso, la parte del capital, de aleatoria que era, se volvió fija, como la aparcería se transformó en arriendo; el interés se regularizó sin cambiar de naturaleza.
Esto es lo que respondí, y el señor Proudhon no replicó.
No replicó; pero se entregó, contra su costumbre, al argumento sentimentalista. Fuerza es que estuviese muy al cabo de sus recursos para acudir a él.
Me propuso entonces casos extremos, en los que un hombre no podría, sin causar horror, exigir del préstamo una remuneración. Por ejemplo, un rico propietario habitante de la costa que recogiese a un náufrago y le prestase vestimentas, ¿podría llevar sus exigencias hasta el límite extremo?
Respondí al señor Proudhon… o más bien el señor Proudhon se había respondido a sí mismo con otro ejemplo del que resulta que, en ciertos casos extremos, la remuneración de la venta, o incluso la del trabajo, sería igual de abominable que la del préstamo. Así sucedería con el hombre que, para tender la mano a su hermano a punto de ser engullido por las olas, exigiera el más alto precio que se pueda obtener en esas circunstancias.
Así, este argumento del señor Proudhon no ataca solamente al interés, sino a toda remuneración: medio seguro de establecer la gratuidad universal.
Además, abre la puerta a todas esas teorías sentimentalistas (que el señor Proudhon combate con tanta fuerza y tanta razón) que quieren a todo trance hacer reposar los asuntos de este mundo sobre el principio de la abnegación.
En fin, como el Proteo de la fábula, de quien se decía: “para vencerle, es preciso agotarle”, el señor Proudhon, perseguido de la contradicción a la compensación, de la compensación a la privación, de la privación a la transformación, de la transformación a la abnegación, abandonó de repente la controversia y llegó a la ejecución.
El medio de ejecución que propone para realizar la gratuidad del crédito es el papel moneda. “Yo no lo he nombrado”, dice. Es verdad. Pero ¿qué es entonces el que un banco nacional preste a quien los desee, y gratuitamente, pretendidos capitales en forma de billetes?
Evidentemente volvemos a hallar aquí el error funesto e inveterado que hace confundir el medio de cambio con los objetos intercambiados, error del que el señor Proudhon, en sus cartas precedentes, dejaba ver el germen cuando decía: “No son las cosas las que hacen la riqueza, sino la circulación”. Y de nuevo cuando calculaba que el interés en Francia estaba al 160 por 100, pues comparaba todas las rentas pagadas con el capital en numerario.
Había yo planteado al señor Proudhon este dilema: o su Banco nacional prestará indistintamente billetes a todos los que se presenten, y en este caso la circulación quedará tan saturada de ellos que se depreciarán, o bien no los librará sino con discernimiento, y entonces no se conseguirá su objetivo.
Es claro, en efecto, que si cada cual puede ir a proveerse de moneda ficticia al Banco, y si esta moneda se recibe a su valor normal, las emisiones no tendrán límite y se elevarán a más de cincuenta mil millones, desde el primer año. El efecto será el mismo que si el oro y la plata se hiciesen tan comunes como el lodo. La ilusión que consiste en creer que la riqueza se multiplica, o incluso que la circulación se activa, a medida que se incrementa el medio de cambio, no debería entrar en la cabeza de un publicista que, en nuestros días, discute de cuestiones económicas. Todos sabemos, por nuestra propia experiencia, que, pues ni el numerario ni los billetes de banco devengan intereses, cada cual no guarda en su caja o en su cartera sino lo menos posible; y por consiguiente la cantidad de ellos que el público demanda es limitada. No se la puede incrementar sin depreciarla, y todo lo que resulta de este incremento es que, para cada intercambio, hacen falta dos escudos o dos billetes en lugar de uno.
Lo que ocurre en el Banco de Francia es una lección que no puede desperdiciarse. Ha emitido en los últimos dos años muchos billetes. Pero no por ello ha aumentado el número de transacciones. Depende de otras causas, y estas causas han actuado en el sentido de una disminución de los negocios. Así pues ¿qué ha ocurrido? Que a medida que el Banco emitía billetes el numerario afluía a sus bóvedas, de tal suerte que un medio de cambio ha sustituido a otro. Esto es todo.
Voy más lejos aún: puede ser que las transacciones aumenten sin que se incremente el medio de cambio. Se hacen más negocios en Inglaterra que en Francia, y sin embargo la suma reunida de billetes y metálico es allí menor. ¿Por qué? Porque los ingleses, por intermedio de los banqueros, hacen muchas compensaciones, muchas transferencias de partidas.
En las ideas del señor Proudhon, su banco tiene por objeto reducir los pagos a transferencias de partidas. Es precisamente lo que hacen los escudos, de manera, en verdad, asaz dispendiosa. Los billetes de banco son un expediente que alcanza el mismo resultado a un menor coste; y la Clearing-House de los ingleses es menos costosa aún. Pero, cualquiera que sea el modo que se elija para compensar los pagos, ¿qué tienen en común estos diversos procederes, más o menos perfeccionados, con el principio del interés? ¿Hay uno solo de ellos que haga que el trabajo anterior no deba ser remunerado y que el tiempo no tenga su precio?
Engordar la circulación de billetes no es, pues, el medio de acrecentar la riqueza ni de destruir la renta. Además, librar billetes a todo el que venga es hacer quebrar al banco antes de seis meses.
Así que el señor Proudhon huyó del primer miembro de mi dilema y se refugió en el segundo.
“Que el banco cumpla su función con prudencia y severidad”, dijo, “como ha hecho hasta hoy: eso no me concierne.”
¡Eso no le concierne! ¡Cómo! Imagina usted un nuevo banco que debe hacer realidad el crédito gratuito para todo el mundo y, cuando le pregunto si este banco prestará a todo el mundo, me responde usted, para escapar de la conclusión con la que le amenazo, ¡eso no me concierne!
Pero a la vez que dice que no le concierne añade “que el nuevo banco cumplirá su función con prudencia y severidad”. Esto, o no significa nada, o quiere decir que prestará a los que puedan responder del reembolso.
Pero entonces ¿qué será de la Igualdad, que es el ídolo de usted? Y ¿no ve que, en lugar de hacer a los hombres iguales ante el crédito, constituye usted una desigualdad más chocante que la que pretende destruir?
En efecto, en su sistema los ricos tomarán prestado gratis y los pobres no podrán tomar prestado a ningún precio.
Cuando un rico se presente en el banco, se le dirá: Es usted solvente, aquí tiene capitales, se los prestamos por nada.
Pero que no ose aparecer un obrero. Se le dirá:
– ¿Dónde están sus garantías, sus tierras, sus casas, sus mercancías?
– No tengo sino mis brazos y mi probidad.
– Eso no nos asegura nada, debemos actuar con prudencia y severidad, no podemos prestarle gratis.
– Bien, pues préstennos, a mis compañeros y a mí, a una tasa de 4, 5 o 6 por ciento, eso será una prima de seguro cuyo producto cubrirá sus riesgos.
– ¿Eso piensa usted? Nuestra ley es prestar gratis o no prestar en absoluto. Somos demasiado buenos filántropos para cobrar nada a cualquiera, no más al pobre que al rico. Por eso el rico obtiene en nuestra casa crédito gratuito, y usted no lo tendrá ni pagando ni sin pagar.
Para hacernos comprender las maravillas de su invención, el señor Proudhon la somete a una prueba decisiva, la de la contabilidad comercial.
Compara dos sistemas.
En uno, el trabajador toma prestado gratis (acabamos de ver cómo); luego, en virtud del axioma todo trabajo deja un excedente, realiza un 10 por ciento de beneficio.
En el otro, el trabajador toma prestado al 10 por ciento. El axioma económico no reaparece, y se sigue una pérdida.
Aplicando la contabilidad a estas hipótesis, el señor Proudhon nos prueba, con cifras, que el trabajador es mucho más feliz en un caso que en el otro.
No me hacía falta la partida doble para estar convencido de ello.
Pero hago observar al señor Proudhon que sus cuentas deciden la cuestión por la cuestión. Jamás he puesto en duda que fuese muy agradable tener, sin pagar nada, el uso de casas bien amuebladas, de tierras bien acondicionadas, de herramientas y de máquinas bien potentes. Sería aún más agradable que las alondras nos cayesen ya asadas en la boca, y cuando el señor Proudhon quiera se lo demostraré por debe y haber. La cuestión es precisamente saber si todos estos milagros son posibles.
Me permití, por tanto, hacer observar al señor Proudhon que yo no contestaba la exactitud de su contabilidad, sino más bien la realidad de los datos sobre los que descansa.
Su respuesta es curiosa:
“Tal es la esencia de la contabilidad que no depende de la certitud de sus datos. No tolera datos falsos. Es, por sí misma y con independencia de la voluntad del contable, la demostración de la verdad o la falsedad de sus propios datos. Por razón de esta propiedad es por lo que los libros del negociante dan fe en justicia.”
Pido perdón al señor Proudhon, pero me veo obligado a decirle que la justicia no se limita, como el Tribunal de Cuentas, a examinar si la llevanza de los libros es regular y si las cuentas cuadran. Investiga además si no se han introducido datos falsos.
Pero, verdaderamente, el señor Proudhon tiene una imaginación sin par para inventar medios cómodos de enriquecerse, y yo, en su lugar, me apresuraría a abandonar el crédito gratuito como un expediente caduco, complicado y discutible. Le aventaja, y muy de lejos, la contabilidad, que es por sí misma la demostración de la verdad de sus propios datos.
Tenga usted diez céntimos en el bolsillo, es todo lo que hace falta. Compre una hoja de papel. Escriba usted en ella una cuenta simulada, la más californiana que pueda hallar en su cerebro. Suponga, por ejemplo, que compra a buen precio y a crédito un barco, que lo carga usted de arena y guijarros recogidos de la orilla, que lo expide todo a Inglaterra, que le dan a cambio un peso igual de oro, plata, encajes, piedras preciosas, cochinilla, vainilla, perfumes, etc.; que de vuelta en Francia los compradores se disputan su riquísimo cargamento. Ponga cifras a todo esto. Disponga usted su contabilidad en partidas dobles. Lleve cuidado en que sea exacta, — y ya está usted en posición de decir de Creso lo que el Sr. Rothschild dijera de Aguado: “Ha dejado treinta millones; creí que era más rico”. Pues su contabilidad, si es conforme a las leyes del señor Juvigny, implicará la verdad de sus datos.
Hasta ahora no ha llegado a mi conocimiento ningún medio de enriquecerse más cómodo que éste; excepto tal vez el del hijo de Eolo. Se lo recomiendo al señor Proudhon.
“Tomó el acuerdo de acudir a todas las encrucijadas, donde gritaba sin cesar: Pueblos de la Bética, ¿queréis ser ricos? Imaginaos que yo lo soy mucho, y que vosotros lo sois mucho también. Haceos idea todas las mañanas de que vuestra fortuna se ha doblado durante la noche. Levantaos luego y, si tenéis acreedores, id a pagarles con lo que habéis imaginado y decidles que imaginen a su vez.” [4]
Pero dejo aquí al señor Proudhon y, terminando esta polémica, me dirijo a los socialistas, y les conjuro a examinar imparcialmente, no desde el punto de vista de los capitalistas, sino en interés de los trabajadores, las siguientes cuestiones:
La remuneración legítima de un hombre ¿debe ser idéntica si consagra a la producción su jornada actual que si consagra, además, instrumentos fruto de un trabajo anterior?
Nadie osará sostenerlo. Hay aquí dos elementos de remuneración, y ¿quién puede quejarse de ello? ¿Será el comprador del producto? Pero ¿quién no prefiere pagar 3 francos por día a un carpintero provisto de una sierra, que 2,50 francos al mismo carpintero, reducido a hacer planchas con sus diez dedos?
Aquí los dos elementos de trabajo y de remuneración están en las mismas manos. Pero, si están separados y se asocian, ¿no es justo, útil, inevitable que el producto se reparta ente ellos según ciertas proporciones?
Cuando es el capitalista quien emprende a su propio riesgo, la remuneración del trabajo a menudo se fija y se denomina salario. Cuando el trabajador emprende y afronta los azares es la remuneración del capital la que se fija, y se denomina interés.[5]
Puede creerse en arreglos más perfeccionados, en una más estrecha asociación de riesgos y recompensas. Esta fue no ha mucho la vía que exploraba el socialismo. Esta fijeza de uno de los dos términos le parecía retrógrada. Podría yo demostrar que es un progreso; pero no es éste el lugar.
Hay aquí una escuela –y dice ser el socialismo entero– que va mucho más lejos. Afirma que debe denegarse toda recompensa a uno de los elementos de la producción, al capital. Y esta escuela ha escrito en su estandarte: ¡Crédito gratuito! en lugar de su antigua divisa: ¡La propiedad es el robo!
Socialistas, apelo a vuestra buena fe: ¿no es el mismo sentido en otras palabras?
No es posible contestar, en principio, la justicia y la utilidad de una repartición entre el capital y el trabajo.
Queda por saber cuál es la ley de esta repartición.
Y no tardaréis en hallarla en esta fórmula: cuanto más abunda uno de los dos elementos relativamente al otro, más se reduce su parte proporcional, y a la recíproca.
Y si es así, la propaganda del crédito gratuito es una calamidad para la clase obrera.
Pues, así como los capitalistas se perjudicarían a sí mismos si, tras haber proclamado la ilegitimidad del salario, redujesen a los trabajadores a morir o expatriarse, de la misma manera los trabajadores se suicidan cuando, tras haber proclamado la ilegitimidad del interés, fuerzan al capital a desaparecer.
Si esta doctrina funesta se extiende, si la voz del sufragio universal puede hacer suponer que no tardará en invocar el socorro de la ley, es decir, de la fuerza organizada, ¿no es evidente que el capital, espantado, amenazado de perder su derecho a recompensa ninguna, se verá obligado a huir, a ocultarse, a disiparse? Habrá menos empresas de todo género para un número de trabajadores que seguirá siendo el mismo. El resultado puede expresarse en dos palabras: alza del interés y baja de los salarios.
Pesimistas hay que afirman que es esto lo que quieren los socialistas: que sufra el obrero; que no pueda renacer el orden; que el país esté siempre al borde del abismo. Si existen seres lo bastante perversos para concebir tales deseos, ¡que la sociedad los infame y que Dios los juzgue!
En cuanto a mí, no he de pronunciarme sobre intenciones en las que por otra parte no puedo creer.
Pero sí digo: la gratuidad del crédito es el absurdo científico, el antagonismo de los intereses, el odio de las clases, la barbarie.
La libertad del crédito es la armonía social, es el derecho, es el respeto de la independencia y de la dignidad humana, es la fe en el progreso y en los destinos de la sociedad.
[1] Maldito sea en vida, cuando muera, cuando coma, cuando beba.
Maldito sea por dentro y por de fuera.
Maldito en los cabellos y el cerebro.
Maldito en la coronilla, en los ojos, las orejas, en los brazos, etc., etc.; maldito sea en el pecho y corazón, en los riñones, en las rodillas, en las piernas, en los pies, y en las uñas.
[2] Algunos han hallado excesiva la paciencia de Bastiat en el curso de esta discusión. Este párrafo y el precedente motivan perfectamente su actitud. Consideraba de gran valor hacer circular, entre los obreros, algunas verdades saludables, incluso con la ayuda de La Voz del Pueblo. Pronto tuvo motivos para felicitarse por haber perseguido este resultado. Una mañana, pocos días antes del cierre del debate, recibió la visita de tres obreros, delegados por un cierto número de sus camaradas que se habían alineado bajo la bandera del Crédito gratuito. Estos obreros venían a agradecerle sus buenas intenciones, sus esfuerzos para iluminarles sobre una cuestión importante. No se habían convertido a la legitimidad y a la utilidad del interés; pero su fe en el principio contrario estaba muy debilitada y no se sostenía sino en sus vivas simpatías por el Sr. Proudhon. “El Sr. Proudhon nos quiere mucho bien, decían, y le debemos gran reconocimiento. Es lamentable que a menudo vaya a buscar palabras y frases tan difíciles de comprender.” Finalmente, expresaron el deseo de que los señores Bastiat y Proudhon pudiesen ponerse de acuerdo, y se declararon dispuestos a aceptar a ojos cerrados una solución cualquiera, si la proponían en concierto uno y otro. (Nota del editor de la edición original).
[3] Infante, in-fans, que no habla.
[4] CXLIIª carta persa.
[5] Véase el capítulo Salaires. – Harmonies écon., tomo VI.
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